Debemos esperar.
Nazarenos de la Humildad entrando en la Catedral. |
En la mente del
cofrade siempre ha merodeado ese mal sueño de quedarse dormido y no poder
realizar la estación de penitencia con su hermandad. Sí, ese sopor esporádico
de una noche – o varias según el nivel pasional que tengamos- para formar parte
de un anecdotario que tocará compartir con los nuestros entre cañas y tapas
sobre un barril de madera, y que no guarda similitud alguna con esa pesadilla
en vida que nos está tocando vivir.
Y es que la mano
de la pandemia que azota al planeta nos ha dado un puñetazo a todos, y un revés
con la mano abierta a los que vivimos la Semana Santa como gran parte de
nuestro modus vivendi. Nos han robado
la ilusión pero - ojo –no el alma.
El anhelo
florece cual primavera por el mes de marzo; se renueva, incluso, con tal fuerza
de hallar en nosotros un positivismo fuera de lo común. En cambio, en nuestro
interior, existe la obligación, como creyentes, de vivir nuestra Semana Mayor
con más intensidad que nunca.
No solo basta
con aplaudir, que también. Es el momento de rezar por toda esta situación que
nos rodea y supera, de dotarle ese sentido que, a veces, olvidamos entre el
acompasamiento de una marcha o la sublime ornamentación de los bordados de un
palio.
La moraleja de
todo esto es que, hasta en las
situaciones más adversas, podemos recuperar nuestra esencia: Dentro de todo lo
negativo podemos ahondar en nosotros mismos y encontrar la oportunidad de
nuestro diálogo interno con Dios, su hijo Jesús, María o todos los santos que
predicaron con la palabra del Altísimo.
Y es que, personalmente, el COVID-19 me lleva
a reflexionar sobre los paralelismos existentes entre la situación actual con
lo narrado en los evangelios: Milagros de salvación donde la ciencia no puede
llegar, mártires que han dejado su vida por mantener un orden común y mejor
para todos, o los miles y miles de
personas que se juegan su vida, y la de sus seres más queridos, por asistir al
que padece.
Todo esto con un
pueblo unido (menos en lo político, como siempre dando el cante sea el color
que sea), me llevan a la conclusión de que ahora tenemos que rezar y hacer más
Semana Santa que nunca.
Se lo debemos a
unos héroes con más súper poderes que los que pudieran aparecer en los comics
de Marvel.
Pero no os voy
engañar. Desde hace varias semanas también ando jodido y, aún, no he podido
asimilar que mi encuentro con el Hijo De Dios y su Madre no va a tener el
contacto de los sentidos en esa cita que nos depara cada año el calendario
lunar.
Vivo con
resignación sabiendo que por las calles que no pisaré, los naranjos soltarán el
perfume que no llegará a olfatos de nadie; que la luz del anochecer que veo
todos los días al aplaudir a los sanitarios no irá acompañada con el tono
anaranjado que irradia una candelería. Ni si quiera el sahumerio de la olla del
puchero que prepara mi madre con todo su amor, por muy buena fragancia que
despliegue, viene a asimilarse con el incienso desprendido del vaivén de un
incensario.
El reencuentro
con las familias vivirá a bases de recuerdos retransmitidos por Skype;
recuerdos que también quedarán latentes en todas y cada una de las reposiciones
televisivas que veremos con torrija en mano, ya que no lo podremos hacer en
aquella cafetería por la que dentro de 10 minutos se avistarián unos capirotes.
En definitiva,
la nostalgia se traduce en la realidad de que tendremos que esperar un año más
para ver las procesiones de Semana Santa.
Y quiero hacer
énfasis en esto último, ya que a lo largo del año existen más procesiones que,
aunque no sean compatibles a la pérdida producida, llenarán un pequeño/gran
hueco de ese ‘mono’ procesionista que todos tenemos: Extraordinarias en tu
ciudad, extraordinarias fuera de tu ciudad, extraordinarias en la ciudad del
primo de la novia de tu cuñado y, dejando lo más importante para lo último, las
Glorias.
Las Glorias
también existen. Son ese superviviente que cada año sufre los daños colaterales
de hermandades pasionistas que se meten en su tiempo para conmemorar
aniversarios; lo que se traduce en escasez de participantes y asistentes a este
procesionismo letífico.
Nadie duda del
poder de las pasionistas frente a éstas, pero, al fin y al cabo, la
intencionalidad es la misma: Dar testimonio público de Fe. Démoslo su merecido
protagonismo.
Por ello me
tiemblan las piernas cuando ya se oyen campanas de extraordinarias y magnas que
vienen desde Roma con el fin de ‘sustituir’ la Semana Santa. Es como el meme
que tan manido vemos en Twitter de ‘cuando
lo pides por aliexpress, cuando te llega a casa’, pues igual.
La Semana Santa
tiene su tiempo, su ritual, su sentido y su contextualización. Si los árboles
dejan caer sus hojas en otoño, la Semana Santa tiene que ser cuando en el mes en
el que la luna de Nissan quiera.
Estoy convencido
de que podemos vivir una Semana Santa sin procesiones; de hecho lo vamos a
hacer.
Ahora es tiempo
de rezar, meditar y quedarse en casa, para cuando podamos salir dar gracias de
que, de la mano de Jesús, hemos salido de ésta.
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